El hombre ha sido siempre un ser visual y amante de lo armónico, de lo bello. A pesar de que los términos resultan algo subjetivos pues dependen de culturas y épocas, en todas prevalece el amor por lo artístico y equilibrado. El rostro no es la excepción; es un importante medio de comunicación no verbal de emociones a través de las cuales nos entendemos con los demás al expresarles lo que sentimos o pensamos de una manera sutil (y en ocasiones no tanto): la alegría, la tristeza, la aceptación, el rechazo e incluso actitudes como la coquetería la podemos reconocer con esa mirada o esa sonrisa.
Diversos estudios han asegurado que al conocer a una persona, en lo primero que nos fijamos es en los ojos y en la sonrisa, así, de forma casi inconsciente definimos si alguien tiene bonito rostro o no.
Por ello, la dentadura constituye prácticamente el mayor porcentaje dentro de la apreciación en la sonrisa. Si bien unos dientes alineados y completos son básicos en el concepto de armonía y belleza, el color y la salud de estos son vitales. En su tonalidad y aspectos básicos (libres de manchas, sin caries) podemos notar si alguien cuida de su boca y de su salud, además de establecer el estado de su apariencia.
Es aquí donde el hombre ha puesto siempre atención y creó desde civilizaciones antiguas productos que han evolucionado hasta lo que conocemos como pasta dental o dentífrico, todo con el propósito de mantenerlos en el mejor estado posible.
Miles de años han pasado desde el llamado clíster, ese primer antecesor del dentífrico, creado en Egipto, hecho de materiales un tanto abrasivos como la piedra pómez pulverizada, sal, pimienta, agua, uñas de buey, mirra y cáscara de huevo. O de aquellos elaborados con orina humana (civilizaciones grecorromanas), cuyo amoníaco contenido en ella “limpiaba” perfectamente el esmalte de los dientes.
Es en 1892 cuando se lanza la primera pasta dental en tubo plegable (los frascos de vidrio se usaban hasta entonces), por el farmacéutico y cirujano dental Sheffield Wentworth en Estados Unidos, siendo su hijo Lucius quien le sugiere poner dicho producto en esa presentación para hacerla más fácil de usar y más higiénica.
Sin embargo, lo mejor, en cuanto a su composición estaba por venir:
Mal y remedio. Es gracias a los estudios, experimentos y tenacidad del doctor Frederick Mc Kay (1874-1959 Estados Unidos), quien, con ayuda de otros grandes de la Odontología, descubre que el flúor posee cualidades capaces de reducir la caries dental.
Irónicamente, el hallazgo inició (1901) debido a que algunos de sus pacientes presentaban manchas marrones y blancas en algunos de los dientes, mismos que a su vez eran resistentes a la caries. Después de años de investigaciones y trabajos conjuntos con odontólogos como el Dr. G.V. Black de la Northwestern University, el Dr. H.V Churchill de Aluminum Company of America (ALCOA), quien recomendó a Mc Kay recolectar agua de las zonas donde había este patrón de presencia de las manchas, y del Dr. H. Trendley Dean en el Instituto Nacional de Salud (NIH) descubrió que el origen de esas manchas era la fluorosis en el agua provocada por un exceso de flúor pero que, en dosis adecuadas, era un excelente preventivo de la caries dental.
A mediados del siglo XX la primera pasta dental con flúor hace su triunfal aparición y desde entonces se crean diferentes fórmulas, cada vez mejores, para la prevención de la caries, tener un agradable aroma en la boca, combatir la gingivitis, blanquear, prevenir la sensibilidad, remover manchas, etc., un sinfín de beneficios que ahora gozamos los amantes de la higiene dental.
Las grandes empresas ponen a disposición de los odontólogos una variedad enorme de estos productos para que puedan prescribirlos a sus pacientes, de acuerdo al objetivo del tratamiento o el origen del padecimiento, sean adultos o niños. Los dentífricos son, en definitiva, los aliados ideales de la estética dental, además, claro está, de ser la base de la prevención de las enfermedades bucodentales.
fuentes:
historia/nationalgeographic.es
repositorio.chile.cl